Lobos solitarios

Al pequeño Tormenta le encantaba escuchar las historias que contaba Nieve sobre sus viajes. Ella había viajado mucho, mucho, mucho. Había visto más cosas de las que él podría imaginar. Se había enfrentado a muchos peligros, había sobrevivido prácticamente sola. La admiraba y siempre escuchaba con los ojos bien abiertos, las orejas atentas.

- Claro que no son una leyenda. Yo sin ir más lejos me encontré con dos lobos solitarios en mi viaje… aunque bueno, verdaderamente solitario sólo era uno de ellos. El primero con el que me encontré vivía con su loba y tenían un cachorrito. Eran muy jóvenes los dos, supongo que se fugaron de sus manadas para poder estar juntos. Eran… demasiado buenos, la verdad. A mí me dieron leche para Escarcha y nos dejaron quedarnos tres días allí. Cuando marchamos, me pidieron que no dijese nada. Supongo que les daba mucho miedo que les encontrasen sus familias… yo imagino qué hubiesen hecho los líderes de mi manada con ellos y me da escalofríos. La ley de la supervivencia no contempla la condescendencia con las parejas de jóvenes enamorados que se fugan.

El siguiente con el que me encontré, el lobo solitario de verdad, vivía y cazaba cerca de un lago que hay entre los picos del noreste.
La primera vez que estuve frente a él recuerdo que me impresionó. Era un lobo mayor… pero no muy mayor. Parecía simplemente haber vivido muchas cosas. Era grande, fuerte y corpulento... e impresionaba a pesar de que se le veía lacrado por el hambre. Tenía la piel surcada de cicatrices por todas partes, le faltaba un ojo y algún diente; pero todo esto, lejos de hacerlo parecer enfermizo, le daba un aire brutal y amenazador. Sobrecogía el corazón la mirada fija y fría de su ojo hundido, pequeño y brillante.

Escarcha estaba escondida cuando me acerqué a él con el mayor de los respetos. Al fin y al cabo estábamos en su territorio… y moríamos de hambre. Me sorprendió la amabilidad con la que me acogió. Me sorprendió tanto que despertó en mí sospechas y malos presentimientos. ¿Qué hacía sólo? ¿Era un asocial, un marginado? ¿Era un criminal, había hecho algo terrible y por eso lo echaron de su grupo? ¿Una especie de proscrito que mató a su mejor amigo? Le seguí hasta su cueva buscando en él las pruebas de que era un violador, un ladrón, un asesino. A mí me lo parecía. No me gustaba. Tampoco me gustó que aceptase de buen grado a la pequeña cuando le hablé de ella. Incluso me ayudó a limpiar la herida que me tenía el brazo febril e inmovilizado. Nos dio comida y nos dejó una manta para acostarnos cerca del fuego. Le vigilé sin parpadear toda la noche, mientras la respiración levemente congestionada de escarcha presionaba mi pecho. No podía bajar la guardia, no era seguro. Sin embargo él no se movió en toda la noche, tranquilo y pesado. Enroscado contra la roca, al otro lado del fuego. Como si nosotras no estuviésemos.

Los primeros días transcurrieron de forma parecida. Yo no pegaba ojo por las noches. Le vigilaba. Miraba por encima del hombro. No permitía que Escarcha se alejase de mí. Él parecía no darse cuenta, iba a su aire. Compartía con nosotras su comida y gracias a su atención poco a poco mi herida se cerró. Recuperé la movilidad del brazo, bajaron la hinchazón y la fiebre. Le estaba muy agradecida.
Con el tiempo dejó de ser un desterrado bruto y feroz para mí. No lo era en absoluto. No lo eran sus maneras, no lo era el trato que nos daba. No lo era en su forma de hablar. Sus palabras, escasas y bien escogidas, le revelaban sabio. Un sabio veterano y triste que había perdido la costumbre de compartir sus ideas en su solitario retiro. Quizás había sido un jefe. Sí, parecía un gran jefe de tiempos pasados. Seguramente su comunidad lo había querido y respetado, porque era justo y atento con los suyos.

Pensé que quizás se había cansado de llevar el peso de la responsabilidad sobre sus hombros y le había legado su clan a alguno de sus hijos, retirándose a la montaña. Pero entonces, ¿por qué estaba siempre tan triste? ¿Dónde estaba su hembra alfa? No, su historia debía ser más desgraciada. Probablemente no tenía hijos (esta sospecha me la confirmó de forma somera durante una conversación de medianoche) y tampoco tenía pareja.

Reelaboré su historia. Le imaginé un gran jefe casado con una loba con la que no podía tener hijos. Vivieron muchos años juntos y felices, pero la vida de ella se apagó antes de lo que nadie hubiese imaginado. Desconsolado y hundido, se casó a desgana con una loba enérgica y joven a la que nunca terminó de aprender a querer. Ya no conseguía centrarse en los suyos como antes. Empezaron las miradas suspicaces, los murmullos recelosos. Y seguramente un día un lobo jovencito y arrogante con ganas de comerse el mundo le retó. Confió en su experiencia, pero hacía ya mucho tiempo que no ponía a prueba sus reflejos. Lo años le habían vuelto más lento, más pesado. No pudo soportar el bochorno de perder y dejó su puesto a quien se lo había arrebatado a pulso. Y desde entonces se perdió, vagando solo. Llevándose con él sus recuerdos de días mejores, sus historias de lobo sabio. De lobo derrotado.
La verdad es que nunca supe si las historias que me hacía de él eran ciertas… ya te he dicho que él hablaba bastante poco. Sin embargo… bueno, ¿qué más da? No tienen por qué ser más importantes los hechos que la leyenda. Nos quedamos con él cerca de un año. Se ganó mi confianza y mi respeto. Siempre me trató muy bien y me enseñó tantas cosas… y me salvó el brazo. Yo ya casi lo daba por perdido…

Así que si algún día me voy lejos, a vivir sola… ¡quién sabe qué contarán de mí! ¿Me verán como una gran reina destronada? Si sólo soy una pobre bastarda con mal humor…

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